¿Qué Navidad vamos a celebrar?

Dentro de nada ya se estará preparando la Navidad en el mundillo comercial y en los alumbrados públicos hasta el punto que, sin llegar a emular al presidente de Venezuela que inauguró la Navidad el pasado 1 de octubre, algunas ciudades españolas ya en noviembre abren su autopromoción para captar turismo " de alumbrado".
En la película titulada “Pan del Cielo”, un cuento de Navidad, del Director Giovanni Bedeschi cuya trama se desarrolla en Milán y pone en evidencia la pobreza, la marginación y exclusión social, su contenido trata de lo siguiente: Una fría noche de Navidad una pareja “sin techo”, encuentra un bebé de varios meses en un contenedor de la basura y, como en la manta en la que estaba enrollado el niño figuraba el nombre de un hospital, deciden llevarlo allí, pero en dicho hospital no ven al niño y los toman por chiflados al ver solo una manta vacía. La pareja duda de su lucidez y pregunta a todos con los que se encuentra si ven al niño y confirman que el niño es real, aunque unos lo ven y otros no pueden verlo. El asunto salta a la prensa y todo el mundo quiere ver al niño que está siendo cuidado en una especie de comuna de pobres y marginados, si bien no todos los pobres lo pueden ver y muchos ricos que se acercan a la comuna al saltar la noticia sí lo ven, por lo que, dando por hecho que solo los buenos pueden verlo, la película trata de hacer presente que la maldad y la bondad no dependen de ser rico o pobre sino del amor que cada uno da a los demás. No faltan tampoco los que por creer en Dios piensan que tienen derecho a ver al niño. La película hace reflexionar sobre la capacidad de ver lo fundamental entre tanta materialidad existente en el mundo.
Esto me lleva a plantear una pregunta ahora que está próxima la Navidad: ¿yo, y tú que estás leyendo esto, veríamos al niño?, y generalizando ¿qué ve la mayoría de la gente en la Navidad?
Puede que veamos la carrera por presentar la mejor iluminación navideña que realizan las ciudades y pueblos y deseemos dejarnos impregnar por el ambiente mágico de su espectacularidad, que nos dediquemos a visitar belenes, que hagamos un canto a la amistad y a la familia celebrando copiosas comidas y cenas con viandas que evitamos el resto del año, que los regalos llenen nuestras casas y la de nuestros seres queridos y que deseemos a todos: familiares, amigos, vecinos y desconocidos toda la paz y felicidad del mundo, y que… y que…; pero sin que el niño aparezca ante nuestros ojos.
Tomo, de una de sus muchas obras escritas, algunas reflexiones de Fulton John Sheen, nacido en Estados Unidos el 8 de mayo de 1895: “En los confines del imperio romano, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas. La orden partió de César Augusto hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. José, un oscuro descendiente del Rey David tenía que ir a empadronarse a Belén y hacia allí partió con María, su mujer, en avanzado estado de buena esperanza, convencido de que en su pueblo no tendría ninguna dificultad para encontrar alojamiento. José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien pertenecen el cielo y la tierra. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que tuvo una moneda que entregar al posadero, mas no lo había para quien venía para ser la Posada de todo corazón que estuviera sin hogar en este mundo. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos.» No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. Un establo era el último lugar del mundo en que podía ser esperado. La Divinidad se halla donde menos se espera encontrarla. Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentasen con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, le sería decretado, en virtud de un censo imperial, el lugar de nacimiento; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación se recostaría en un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo se había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se halla siempre donde menos se espera encontrarla. Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se halla siempre donde menos se espera encontrarla. El Hijo del Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera “
¿Entonces quiénes pueden ver al niño y captar lo que significa la Navidad?
Dice también Fulton J. Sheen: “Dejemos que aquel que dice: «bienaventurados los pobres en espíritu» venga al mundo que cree en la primacía de lo económico; dejémosle que entre en el mercado donde algunos hombres viven para el provecho colectivo, mientras otros afirman que los hombres viven para el provecho individual; dejémosle que venga al mundo que niega la Verdad absoluta, al mundo que dice que el bien y el mal son sólo cuestión de puntos de vista, que hemos de ser de mente amplia en lo que se refiere a la virtud y al vicio, y dejémosle que le diga: «bienaventurados los que tienen hambre y sed de santidad», es decir, hambre y sed del Absoluto; dejemos que Él venga a nuestro mundo, que ridiculiza la idea de pecado como algo morboso, considera la reparación por el delito pasado como un complejo de culpa, y dejémosle que predique a ese mundo: «bienaventurados los que lloran» sus pecados; dejémosle que venga a un mundo que dice que todo lo que se opone a mí no es nada, que sólo el yo es lo que importa, que mi voluntad es mi suprema ley, que lo que yo decido es lo bueno, que debo olvidarme de los otros y pensar sólo en mí mismo, y que le diga: «bienaventurados los misericordiosos»; dejémosle que venga a un mundo que cree que uno debe recurrir a toda suerte de doblez y chanchullos con objeto de conquistar el mundo, llevando palomas de paz con los buches cargados de bombas, y dejémosle que le diga: «bienaventurados los pacificadores», o «bienaventurados los que desarraigan el pecado para que pueda haber paz»; dejémosle que venga a un mundo que cree que toda nuestra vida debe estar dedicada a adular a las personas y a influir en ellas para alcanzar provecho y popularidad”.
Y tantos y tantos “dejémosle que” que se podrían añadir. Quienes “le dejan que” y abren alma y corazón para alojarle, esos ven al niño y viven la Navidad.